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«Un día un numeroso grupo de presos fue conducido a lo largo de la calle con gran entrechocar de cadenas. De un lado, cerca del pavimento, había dos convictos encadenados de pies y manos; uno de ellos, un hombrón de barba negra, ojos de caballo, una profunda cicatriz roja cruzándole la frente y una oreja mutilada, era una figura formidable. yo caminaba por la calle contemplando a ese hombre, cuando de pronto me gritó alegremente y en voz alta: "Eh, chico, vamos, ven con nosotros". Fue como si con esas palabras me hubiese tomado de la mano. Inmediatamente corrí hacia él, pero uno de los guardias me empujó con un juramento. De no haber ocurrido eso, habría podido seguir como un sonámbulo a ese hombre terrible; lo hubiera seguido, precisamente porque era extraño, diferente a la gente que yo conocía. Era terrible; estaba encadenado pero me conduciría a una vida diferente. Durante mucho tiempo recordé a este hombre y su voz amable y alegre.»

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