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A la caza de un mito. La invención del Barrio Chino como estrategia urbanística de violación territorial y vivencial

Por Livia Motterle

El padre de la moderna antropología estructuralista nos advierte de la fuerza – muchas veces peligrosa - de los mitos: “El pensamiento mítico es por esencia transformador. Cada mito, apenas nacido, se modifica al cambiar de narrador [...] se pierden algunos elementos, otros lo sustituyen, se invierten secuencias, la estructura torcida pasa por una serie de estados cuyas alteraciones sucesivas guardan con todo el carácter del grupo”[1]

El mito es el resultado de una fabricación que mezcla de forma indisoluble la realidad con la imaginación. Desmantelar un mito, comprender las razones, las modalidades y los fines de su fabricación llega a ser por lo tanto tarea muy noble y al mismo tiempo muy compleja. Se trata no solamente de desvelar los procesos de des-historización de la dominación de una sociedad sobre otras para re-construir aquella historia fragmentada, ocultada o distorsionada en los discursos hegemónicos, sino que el cazador de mitos asume la intrépida “misión” de restituir a los colectivos mitificados su propia humanidad robada.

Matar al Chino. Entre la revolución urbanística y el asedio urbano en el barrio del Raval, constituye un excelente ejemplo de cómo lograr esta tarea. En las mismas palabras del autor está guardada la intención que vertebra toda la obra: “Las ciencias sociales han colaborado, y mucho, no sólo en naturalizar cierto orden establecido, en este caso, sobre el Raval, sino también en producirlo. Personalmente, he optado por la dirección contraria. He intentado cazar el mito del Barrio Chino. He querido aprovechar las herramientas que ofrecen la antropología y la sociología para hacer justo lo contrario de lo que se acostumbra a hacer: desnaturalizar el orden institucional y las lecturas estigmatizadoras establecidas sobre aquella calle [2]” (p. 319)


¿Qué se esconde detrás del mito del Barrio Chino?, ¿ qué intereses habían en aquel barrio, el Raval, que de repente, en los años veinte, amaneció rebautizado como Barrio Chino? La cuidadosa investigación llevada a cabo por Miquel Fernández nos ayuda a comprender cómo el mito “cazado” sirvió a las élites para justificar políticas de disciplinamiento urbanístico (y moral) de los habitantes del Raval.

Las pertinentes y profundas reflexiones del autor sobre un urbanismo violento y violador nos instruyen sobre cómo opera la maquinaria del poder al castigar y ordenar toda la población de un barrio. Nos informan sobre cómo el Raval ha sufrido cíclicamente los efectos devastadores de las culturas de control aplicadas por la burguesía barcelonesa. Nos enseñan que el urbanismo es un discurso científico elaborado para una ciudad controlable, es una máquina feroz que, en nombre de la paz social o del bien común, traga en sus entrañas cada forma espontánea de socialización.

La acertada decisión de dividir el trabajo en dos grandes bloques, uno historiográfico y otro etnográfico, es una demostración más de la voluntad del autor de dignificar una calle estigmatizada y literalmente destrozada. Miquel Fernández nos conduce en las grietas de calle d' En Robador sólo después haber pacientemente recorrido la historia de su destrucción física y moral. De esta forma el lector se adentra en una brillante etnografía después de haber entendido que las prácticas violentas de las cuales se habla, no son las de los que viven en y de la calle, sino aquellas de quiénes quieren expulsarlos.

Ahora bien, la intención de esta reseña no es presentar una síntesis de la obra en cuestión. Es más bien analizar críticamente un trabajo cuyo fervor restituye a las ciencias humanas su carácter más noble y necesario: la celebración de lo humano. La trayectoria investigadora del autor, que entrelaza herramientas propias de las sociología y de la antropología con aquellas de la criminología y de la historiografía, toma sustancia en este libro, Matar el Chino, como apoteosis de años de estudios, profundización y empeño social. La obra plasma un camino para que la justicia se haga más cercana y evidencia que la reconstrucción de la (verdadera) Historia sigue siendo un imperativo ético más allá que político.

 



La memoria se construye sobre escombros

Si tuviéramos que dibujarla, ¿qué apariencia tendría la Historia?. Según Walter Benjamin llevaría cara y cuerpo de ángel, pero no de un ángel inocentemente sentado sobre una nube blanca con una mirada tranquilizadora. Según Benjamin sería más bien el Ángelus Novus de Klee a encarnar la Historia:

“En este cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira atónito. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas extendidas. El Ángel de la Historia debe de ser parecido. Ha vuelto su rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de acaecimientos él ve una única catástrofe que acumula sin cesar ruinas y más ruinas y se las vuelca a los pies. Querría demorarse, despertar a los muertos y componer el destrozo. Pero del Paraíso sopla un vendaval que se le ha enredado en las alas y es tan fuerte que el Ángel no puede ya cerrarlas. El vendaval le empuja imparable hacia el futuro al que él vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él crece hacia el cielo. Ese vendaval es lo que nosotros llamamos progreso” [3]

Los higienistas liberales, los moralistas conservadores y los burgueses progresistas fueron aquellos que, en Barcelona, alimentaron con sus intereses el vendaval del progreso, provocando catástrofes que acumularon sin cesar escombros bajo ruinas. Es esta misma violencia invisible e invisibilizada la que observa, analiza y denuncia Fernández en sus páginas. Se trata, en las palabras del mismo autor, de “la violencia del orden”, es decir “la violencia que se encuentra dentro de lo normal” (p. 17). Una violencia naturalizada entonces, que el autor intenta desnaturalizar desvelando los dispositivos a través de los cuales se pone en acción. Recorrer los momentos más incisivos de la historia de esta violencia sobre un barrio y sobre sus habitantes es el objetivo de la primera parte del libro. Retomando la distinción que aporta Žižek entre violencia simbólica y sistémica [4], el lector encuentra delante sus ojos el continuum de una catástrofe que lleva la marca PROGRESO.

Pero, si la Historia tendría para Benjamin cara de ángel asustado, ¿cómo se encarnaría esta doble violencia según el autor del libro? Para Fernández, queda materializada en el urbanismo que pone en marcha los mecanismos de violencia simbólica y sistémica a través de los urbanistas en tanto que devotos servidores del Estado. En las palabras del autor: “la violencia aquí es el instrumento de un orden que se aplica justo cuando las retóricas de cada momento no alcanza a convencer a las poblaciones asediadas de que deben mantenerse disciplinadas y adoptar una posición de sumisión” (p. 320).

La aproximación historiográfica a las culturas de control ejercidas en el barrio del Raval tiene un valor ejemplar porque va a socavar los mecanismos de violencia que operan detrás de aquellas excavadoras y de aquellas piquetas que destruyeron un barrio y, con ello, la vida de sus habitantes. Lo que se deseaba controlar, dice el autor, era la revolución y “llevar a cabo una revolución desde arriba” (p. 30) era la forma más eficaz de hacerlo. Para domar a los violentos, había que usar la violencia para “disciplinar y controlar, con el objetivo de hacer impensables otras maneras de vivir la ciudad que no sean las dispuestas por el orden urbano” (p. 67). Así el urbanismo fue – y sigue siendo irremediablemente - “instrumento democrático de la guerra contra el enemigo interno” (p. 53) y la violencia sigue operando como instrumento de las prácticas urbanísticas.

Afirma Harvey [5] que “el capitalismo debe urbanizarse para reproducirse”. Pues bien, gracias al completo trabajo historiográfico de Fernández, revelador de un urbanismo que debe capitalizarse para funcionar, se pone en evidencia que desde el Higienismo hasta la actual época del civismo, las instituciones han sido protagonistas de acciones de reclusión, expulsión y criminalización de todos aquellos seres “contaminados”, “improductivos” e “indisciplinados” para enriquecer los intereses de las élites gobernantes.

Trayendo a colación algunas notas de la obra, no es casual ni fortuito, que en la época en la cual Idelfons Cerdá encargaba sus planes para la reforma urbanística de Barcelona, las así llamadas casas de misericordia del Barrio Chino - entre las cuales destacaba la Casa de Mujeres Arrepentidas en de la calle Egipcíaques - “hospedaban” cada “tipología” de pobres (huérfanos, trabajadoras sexuales, sin techos, mujeres solteras, ...) recluyéndolos y forzándolos a trabajar como forma de expiación de sus tremendos pecados. Muchos de estos
conventos se transformaron en cárceles o fábricas: el control de la miseria venía naturalizado en nombre del bien. La producción de capital y la explotación laboral eran justificadas bajo una palabra: Misericordia.

Fue así que “la convergencia entre higienistas liberales y moralistas conservadores alimentará la prensa sensacionalista y generalista de la época, mitificando el lugar como la “sede del mal”. Las élites dirigentes colaboraran de diferentes maneras en esta construcción mitificada.

Esta se valdrá de cierto discurso periodístico, que a su vez impregnará el académico y literario, estableciendo una relación impensada entre el distrito obrero y el caos. [...] Esta imagen ha llegado hasta nuestros días con más vigencia que nunca: un barrio poblado por habitantes inmorales, inmigrantes, vagabundos, prostitutas, insurrectos, violentos y, ahora, “incívicos”. (pp. 94-95).

Los intereses de las élites, nos recuerda con fervor y elegancia el autor, no conocen barreras temporales y se arrojan con fuerza como el vendaval que inmoviliza las alas del Ángelus Novus.



En nombre del bien

“Los enemigos a batir no eran sólo la pobreza y la indisciplina: era el mismo Diablo”, escribe justamente Delgado en el epílogo que cierra brillantemente el libro. Los habitantes del Raval, viviendo en el barrio infernal de Barcelona, no podían ser otra cosa que maléficos. Por eso había que sanarlos y redimirlos. Había que operar quirúrgicamente en las arterias de la ciudad,donde late la vida, para identificar y extirpar sus elementos infectos.

La invención del barrio Chino como territorialización del mal [6] sirvió para poder operar más libremente en las calles enfermas y malsanas del Raval. “Se justificaba”, comenta Fernández, “nuevamente para el bien del barrio, identificar, separar, detener, expulsar o encarcelar aquellos miembros que “contaminaban” el orden público republicano con su actitud de insumisión” (p. 100).

Desde los planes urbanísticos de Idelfons Cerdá hasta la ordenanza del civismo, Barcelona ha sido el humus ideal para expandir el imperio del control en nombre de “una propuesta epistemológica del bien”. “Esta utilización del bien” afirma el autor “servirá a las sucesivas estrategias de control social e iría dirigida a justificar su propia existencia, así como las formas que adopte, por muy ásperas que puedan resultar por los habitantes afectados” (p. 21).

¿Qué escondería entonces este urbanismo que ama definirse como “rehabilitación”, “remodelación” “saneamiento”? Las agudas reflexiones que se despliegan en Matar el Chino, evidencian página tras página que en cada adjetivo que acompaña la palabra urbanismo, se ocultan las motivaciones que verdaderamente lo sustenta. Gracias a las descripciones cuidadosamente recogidas en el diario de campo y a los testimonios de quienes viven en la calle d' En Robador, las motivaciones urbanísticas de rehabilitar un barrio, se cargan de su verdadero significado: inhabilitarlo, destruirlo, descomponerlo, sanearlo y bombardearlo [7].

En nombre del bien se ha llegado a matar. Porque no solamente en Robador se destruyeron cerca de 70 fincas, más de 700 viviendas y locales de comercio (p. 229) si no que se destrozaron, como consecuencia directa, familias enteras. Y todo esto, repite como un mantra el autor, en nombre del bien. En nombre del bien había que sanear un barrio definido por los mismos inventores del Chino como “úlcera de la ciudad” y considerado por los proyectos urbanísticos GATCPAC [8] “cáncer barcelonés” (p. 107). En nombre del bien se armó lo que López Sanchéz llamaría una “guerra a la indisciplina” [9] haciendo del conflicto un “marco normativo de prácticas ciudadanas en el espacio público, al servicio de una nueva implementación de las culturas de control” (p. 160).

 

Y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros

Paul Valery [10] recitaba que “lo más profundo es la piel”. Es en la piel, en la carne, que se manifiesta el verbo, la acción. Y es en las entrañas de calle d' En Robador donde se incorpora la hegemonía del civismo, donde la legalidad violenta se pone en acción. La estupenda etnografía desarrollada por el autor a través de una mirada atenta y nunca invasiva, nos da cuenta de todo esto. Lo que él escribe sobre aquella calle y sus habitantes es auténtico por ser fruto de dos años de observación, pero sobre todo de participación: participación en los problemas - y en las diversiones también - de aquella fauna urbana.

Las detalladas descripciones contenidas en el diario de campo del etnógrafo despliegan en nuestra imaginación vivencias de una calle que se resiste a ser dominada a pesar del fuerte control institucional al que está sometida. A través de apuntes sobre “los cuerpos, las miradas, las voces, los desplazamientos, los asentamientos, las conversaciones, los gritos, los bailes, la música o el canturreo” (p. 167), el autor se acerca y se mezcla - hasta confundirse - con aquella amalgama urbana que se niega a ser urbanizada. Entra en bares, pisos, talleres, asociaciones y todo tipo de antros. Está en la calle d'En Robador durante horas, parado, escribiendo o conversando con aquellos y aquellas que en las aceras y de las aceras viven y trabajan.

La etnografía de Fernández nos enseña que detrás de descalificativos como putas, maricones, yonkis, pakis, camellos, hay personas que necesitan su calle para sobrevivir y que cuentan con el apoyo de una red de vecinos y vecinas del barrio, en una lucha constante contra el colonialismo urbano. En las mismas palabras del autor: “El vigor con que aquella calle se organiza – de manera ciertamente peculiar – resiste, sobrevive y disfruta debería ser un ejemplo para cualquier lucha por el derecho a la ciudad” (p. 328), participamos de la creación” (p. 169) dice un cliente del bar Rúben, la alegre y colorada bodega del número 33 de calle d' En Robador. Dichas palabras, encierran el mensaje político que restituye el espesor humano y humanizante de este libro. Las palabras de este señor elegante de “cabello blanco bien peinado” parecen haber salido de la boca del mismo Miquel Fernández, parecen pronunciadas por él mismo con brazo levantado y puño cerrado junto a sus informantes, parecen una reivindicación conjunta del derecho a la ciudad, del derecho a presentarse, esquivarse, enfrentarse sin que ningún profeta o pastor se tome el permiso de poner orden en nombre de algún dios. Mucho menos en nombre del Dios Urbanismo.

 


Notas

[1] Véase Lévi-Strauss (1997: 610).
[2] Se trata de la calle d' En Robador, en el barrio del Raval, Barcelona. En esta calle el autor
desarrolló su trabajo de campo entre la primavera del 2010 y el verano del 2012.
[3] Véase Benjamin ([1959] 2008: 24).
[4] Véase Žižek (2009).
[5] Véase Harvey (1985).
[6] Así se titula el párrafo que habla del origen del mito del Barrio Chino y de su estratégica
utilización por parte de las élites.
[7] Interesantes las palabras que aparecen en la página web del Ayuntamiento de Barcelona:
“El Pla Macià donava solucions racionalistes i integrades als problemes del barri. Però van ser
les bombes de la Guerra Civil les que van fer els primers sanejaments urbanístics al sud del
Raval” (2014).
[8] Grup d'Artistes i Tècnics Catalans per al Progrés de l'Arquitectura Contemporània
[9] Véase López Sanchéz (1986).
[10] Véase Valery ([1932] 1988).

 

 

Reseña publicada en Revista de Antropología Iberoamericana, octubre 2015

 

 

 

 

07/10/2015 12:20:10
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