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Una página olvidada de la eterna lucha por la justicia

 

Por Jesús Aller

La edición original en italiano de este libro (2013) se planteó como un homenaje a la memoria de Tavo Burat (1932-2009), periodista y escritor piamontés comprometido con el estudio de las rebeliones montañesas del siglo XIV. La obra recoge una selección de textos suyos acerca de unos movimientos cuya herencia no se cansó de reivindicar, por cuanto significaban a su juicio un hito fundamental en la lucha de los montañeses contra el capitalismo que se imponía, ayer como hoy, desde los centros económicos de la llanura. La versión española apareció en el catálogo de Virus en 2016 (trad. de Javier Oliden).

La obra comienza poniendo de manifiesto la tradición igualitaria del cristianismo primitivo, que será recuperada por diferentes movimientos del siglo XIV frente a la degeneración de la iglesia oficial, enriquecida y corrupta. El precursor de estos fue Joaquín de Fiore (c. 1145-1202), que profetizaba el advenimiento de una era del espíritu en la que, abolidas las jerarquías, se alcanzaría una comunidad de contempladores en perfecta caridad. Él fue uno de los inspiradores de Francisco de Asís, que fundó la orden franciscana en 1207. Años después, cuando dentro de esta se produjo la división entre “espirituales” y “conventuales”, Joaquín continuó siendo la principal referencia de los primeros.

En 1260, Gherardino Segalello solicita el ingreso en el convento franciscano de Parma, y tras ser rechazado, probablemente por sus ideas radicales, vende su casa y reparte el dinero. Después comienza a predicar, formándose pronto en torno a él un grupo de “apostólicos”, que tratan de imitar a los primeros seguidores de Jesús, y cuyos miembros se denominan a sí mismos “mínimos”, en desafío a los “menores” (franciscanos), y reivindican para ellos la herencia de Francisco. Su propósito era construir un mundo nuevo por la caridad y el arrepentimiento, y penitentiam agite era uno de sus lemas favoritos. La expansión del movimiento inquietó a las autoridades religiosas, que desataron una persecución contra él y llevaron a Gherardino a la hoguera el 18 de julio de 1300.

La agitación apostólica continúa tras la muerte de su iniciador con la energía que otorga el martirio de un líder, y otro surge en seguida para reemplazarlo, que no es otro que el hermano Dulcino de Novara. Éste salta a la historia al publicar un mes después del suplicio de Gherardino la primera de sus cartas, dirigida a los apostólicos, con rasgos proféticos y apocalípticos, que alcanza un enorme éxito. En su segunda carta, de 1303, se presenta como director de un amplio movimiento que se extiende por diversas provincias del norte de Italia, y en la tercera, hoy perdida, se postula como próximo papa, cargo al que pensaba acceder con el apoyo de Federico de Sicilia, vaticinado a su vez como futuro emperador.

Perseguidos en la región del Trentino, Dulcino y los suyos se ven obligados a huir, y es en este momento cuando su historia se entrelaza con la de las recurrentes rebeliones contra los señores feudales de los campesinos montañeses de la Valsesia, en busca siempre de la propiedad de las tierras que trabajaban. Estos acogen a los dulcinianos y cuando en 1305 y 1306 se envían tropas desde la llanura para someterlos, su resistencia conjunta logra hacerlas retroceder. Un segundo ataque mejor organizado concluye con una defensa desesperada en el monte Rubello, y tras la batalla decisiva el 23 de marzo de 1307, Dulcino y su inseparable compañera, Margarita de Trento, son hechos prisioneros y poco después quemados en la hoguera. Dulcino fue además atrozmente torturado.

La doctrina de los apostólicos, en la senda de otros movimientos pauperísticos medievales, fundamentaba su rechazo de la jerarquía eclesial, escandalosamente opulenta, en la certeza de haber sido elegidos para restituir la pobreza de los primitivos cristianos, y defendía la libertad sexual. Practicaban además la comunidad de bienes y les iluminaba un espíritu de igualdad entre mujeres y hombres, de relación directa con Dios, sacerdocio universal y abolición de los recintos sagrados. Las secuelas del movimiento en Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y Chequia fueron reprimidas con saña tanto por católicos como por protestantes a lo largo de los siglos XIV al XVI, pero su mensaje llega hasta nuestros días en las comunidades huteritas del oeste de Canadá y Estados Unidos. Para Tavo Burat, lo que se manifiesta en estos movimientos es un “anarquismo cristiano”, que halla su fundamento en algunas máximas del evangelio y en la vida de los primeros seguidores de Jesús.

La reivindicación historiográfica de la gesta de los dulcinianos no se produce hasta el siglo XIX, cuando el movimiento obrero descubre en ellos a quienes pueden ser considerados sus precursores. Hoy día se reconoce sin ambages su significado como hito en la eterna lucha de los montañeses de los Alpes en defensa de su secular forma de vida comunista e igualitaria. Acogiendo a Dulcino y los suyos, cuya visión del cristianismo encajaba perfectamente con sus propias tradiciones, estos plantaron cara una vez más al mercantilismo que amenazaba desde el sur. La derrota que sufrieron supuso el comienzo del fin de la civilización alpina, y la transformación de sus tierras en una colonia explotada cultural y económicamente en nombre del “desarrollo”.

Tavo Burat nos presenta a Dulcino como el héroe mítico de una lucha, que aún continúa, por el desarrollo sostenible de las biorregiones y la dignidad y libertad de sus habitantes. 

 

Reseña publicada en Rebelión el 3/07/2017

 

 

11/07/2017 08:45:10
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