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Leibniz era de los que mojaban la pluma no en un humilde tintero, sino en el mismo océano del saber. Conocía como pocos las corrientes que recorren los mares (los principios que vinculan a las ciencias). Navegaba por todas las latitudes y hacía puerto sin temor a encallar. Pero sólo por un momento. Aprovechaba inmediatamente la primera marea para partir de nuevo. Y así una y otra vez, incansablemente. Como a Melville, le interesaba más el océano que Moby Dick, con ser tan preciada. Es cierto que aquellos mares (aquellas disciplinas) son ahora demasiado antiguos, que ya no se navega, que, simplemente, se salta de un lado a otro (apostando por la contemporánea interdisciplinariedad frente al vetusto sistema). Tal vez vayamos más rápido, pero puede también que hayamos frustrado el placer que provoca encontrar de repente las rutas desconocidas: el arte de inventarse un destino.

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