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Del xino al paki

Por Ignacio González Orozco

Entre las Ramblas, la Avinguda del Paral·lel y las rondas de Sant Antoni y Sant Pau, el barrio del Raval ocupa la mitad meridional del distrito de Ciutat Vella, que abarca todo el casco histórico de la ciudad de Barcelona. El Raval es uno de los espacios urbanos del mundo con mayor densidad de población: en apenas 1,1 km2 –el uno por ciento de la superficie de Barcelona– se concentraban en 2014 un total de 47.472 personas censadas (lo cual sugiere que la población real supera esa cifra); de ellas, 23.119 eran extranjeras, es decir, el 48,7 % del total (cabe insistir en que el número de censados puede ser sensiblemente inferior al de habitantes reales, sobre todo entre los extranjeros), una cifra más que notable si comparada con los porcentajes de foráneos de España (12 %), Cataluña (16 %) y Barcelona (17 %). Entre los extranjeros afincados en el barrio predominan los ciudadanos procedentes del Indostán (5.183 paquistaníes, 2.434 bengalíes, 980 indios), seguidos de los filipinos (4.227) y los marroquíes (1.461). La densidad demográfica es de 43.156 hab/ km2, frente a los 15.000 de la ciudad de Barcelona.

Charlamos sobre el pasado, el presente y el futuro del Raval con Miquel Àngel Fernández, autor del ensayo Matar al Chino (Virus Editorial, Barcelona, 2014). Nuestro interlocutor es doctor en Antropología Social y máster en Sociología Jurídica y Criminología por la Universidad de Barcelona. 

Una historia de lucha y relajo

A diferencia de otras ciudades donde el desprestigio social del casco histórico ha sido fruto de la emigración de los antiguos vecinos hacia ensanches con mejores condiciones urbanas, la mala fama del Raval ha ido siempre ligada a su carácter populoso desde hace trescientos años.

 

En el siglo XIV, la muralla de Barcelona cobijó un arrabal –en catalán, raval– de huertos, conventos y población dispersa, atravesado por un tramo de la Vía Augusta, calzada que comunicaba Gades (Cádiz) con Roma. La urbanización intensiva del barrio no dio comienzo hasta el siglo XVIII, tras la guerra de Sucesión, cuando los vecinos desalojados de la Ribera –donde se construyó la fortaleza de la Ciutadella– se establecieron en la actual calle de Robador, que hoy es el último vestigio del Barrio Chino. Un enclave urbano, advierte Fernández, “donde la práctica de la prostitución está documentada desde 1309“, ahí es nada (muchas otras actividades sin tanta antigüedad han sido declaradas patrimonio cultural en aras de su arraigo y significación social, de seguro mucho menores que los de esta profesión).

 

En el siglo XIX, el Raval se convirtió “en el primer barrio industrial del Estado español y uno de los primeros del sur de Europa, circunstancia que atrajo mano de obra de otros territorios”. La construcción del Ensanche de la ciudad (segunda mitad del siglo XIX) acentuó la condición obrera del barrio, cuna del anarquismo español desde 1840 y más tarde de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). “Luego, en el período entreguerras, el Raval recibe a espías, tahúres, traficantes. Y la combinación de todo lo anterior” –emigración, obrerismo, prostitución, gentes de mal vivir– “hace que el barrio forje su mala fama.”

 

Entre la calle Robador y el mar –ubicación del antiguo Xino– la proximidad del puerto contribuyó a crear ese ambiente canalla y libertino que hizo del Raval un centro de iniciación para los jóvenes burgueses que bajaban desde otras zonas de la ciudad en busca de diversión y sexo. Incursión de gente acomodada y modosa en un lugar salvaje, con otras reglas de convivencia, pero atrayente como siempre ha sido la aventura. “Es el ambiente descrito por Genet en la Historia del ladrón, quizá las mejores páginas de literatura urbana del siglo XX. Él mismo cuenta que pretende santificar la vida de los pordioseros, como cuando dice que la acumulación de pulgas prestigia al mendigo del mismo modo que el número de perlas expuestas en su collar distingue a la dama. Otra obra maravillosa relacionada con esos ambientes es Vida privada, de Joan de Segarra, donde se relatan las excursiones al Raval de la gente de clase alta, en busca de sexo y droga. La burguesía barcelonesa adoptó un referente estético positivo, su homóloga parisina, modelo de distinción, y uno negativo, el Xino,” que proporcionaba vivencias intensas y desordenadas con las que compensar la etiqueta y los usos sancionados por la moral oficial, mucho más tediosa y esencialmente represiva. Pero esa misma burguesía que cursaba sus peculiares ritos de iniciación en el Raval, “fue la que escribió las mayores barbaridades sobre el barrio, quizá para expiar sus pecados”.

 

En ese tiempo, si la industria del ocio y el vicio eran motores económicos del barrio, mucho se cuidarían sus promotores de que los niveles de inseguridad no se hicieran agobiantes para los visitantes de clase burguesa, pues buenos dineros les reportaban. ¿Molestaba más a ciertos círculos sociales el carácter libertino del barrio que su presunta condición de guarida de malhechores? “Los testimonios de la época no reparan en esa circunstancia de inseguridad, al menos no tal como lo entendemos hoy –explica Fernández–. Las fotos que se conservan del interior de La Criolla, el cabaré más famoso de las décadas de 1920 y 1930, muestran a los señores con sus sombreros y a los obreros con sus gorras, y a cada cual con los atuendos propios de su clase, pero todos mezclados. Era una clientela de gran heterogeneidad social. El problema no estaba en la violencia callejera, sino en la rebeldía de gran parte de la población del Raval, que reivindicaba su identidad obrera y un ideario libertario (es la tesis del historiador británico Chris Ealham, estudioso del anarquismo barcelonés)… Pero también en la necesidad de controlar económicamente los grandes negocios de la droga, la prostitución y el contrabando que florecían en el barrio, según el antropólogo estadounidense Gary McDonogh.”

 

Antes de la Guerra Civil, el debate sobre la prostitución se presentaba en los mismos términos que ahora: abolicionismo o tolerancia. La mentalidad anarquista arraigada en tantos vecinos del Raval seguramente se debatía entre su ideal de libertad sexual y la evidencia de que la prostitución estaba ligada a la opresión económica, tanto de la mujer como de las clases populares. “Hubo voces anarquistas críticas como la del escritor Emili Salut, que en su obra Vivers de revolucionaris denunció la manipulación de este ambiente disipado y tachado de violento, convertido en baldón del barrio para olvidar los problemas sociales que se vivían en el Raval.”

 

Efectivamente: más allá de su leyenda patibularia y prostibularia, el Raval cantado por Jean Genet en Historia del ladrón era un barrio industrial con numerosas fábricas y muchas asociaciones obreras que, por supuesto, hacían proselitismo contra el sistema político y económico de la época. Una situación que perturbaba no ya a sus enemigos declarados, las clases propietarias más reaccionarias, sino incluso a elementos más liberales, partidarios de la revolución desde arriba. “Engels llamó a Barcelona la ciudad de las barricadas”, lo cual tenía mucho que ver con el Raval como se demostró en la Semana Trágica.

 

Urbanismo y violencia simbólica

 

Prosigue Fernández: “Ildefons Cerdà (1815-1876), autor del diseño original del Ensanche de Barcelona, realizó un temprano estudio sobre las condiciones de vida de la clase obrera barcelonesa y propuso la puesta en marcha de cambios drásticos para evitar el estallido social. Doctrina que recogió Le Corbusier en su ensayo Arquitectura o revolución. A su vez, las ideas de Le Corbusier inspiraron el llamado Plan Macià [promovido durante el mandato de Francesc Macià, presidente de la Generalitat entre abril de 1931 y diciembre de 1933], que pretendía arrasar toda la zona inferior del Raval, el sector correspondiente al Barrio Chino, para convertirlo en un gran parque portuario. El sucesor de Macià, Lluís Companys, dijo del Xino que si pudiera lo arrasaría a cañonazos.” Curiosamente, parte de este plan lo hicieron las bombas caídas lanzadas en 1937 y 1938 por sus enemigos políticos, los rebeldes franquistas, que dejaron asolado el espacio luego reurbanizado como Avinguda de les Drassanes.

 

En este sentido, Fernández apunta a “una convergencia asombrosa entre períodos no democráticos y democráticos” por lo que respecta a la actitud represiva de las autoridades hacia el Raval y su población.

 

Con respecto a esas intenciones y actuaciones, la tesis de fondo de Fernández en Matar al Chino sostiene que la proclama del bien público esconde intereses de clase, también en urbanismo: “Tal y como lo entendemos ahora, el urbanismo nace a mediados del siglo XIX con dos funciones muy claras: la primera, facilitar la circulación rápida del capital para incrementar la producción de plusvalías acortando tiempo y distancia; la segunda, para el control de la población” en beneficio de la clase que promueve la intervención urbanística. Por tanto, “no deja de ser una ideología y un proyecto de clase, aunque se cubra con el manto de la ciencia”. Además, añade el autor, “como teoría, el urbanismo tiene muchos problemas epistemológicos. Para empezar, la imposibilidad de demostrar el presupuesto básico de la pretendida ciencia urbanística: que la intervención sobre un espacio morfológico concreto mejora la vida de las personas”. Por cierto: el término urbanismo fue acuñado en castellano, como bien indica nuestro interlocutor, por el ya citado Cerdà en su libro Teoría de la urbanización.

 

Convenimos sin embargo en que muchas personas han entrado al capote del urbanismo reparador desde perspectivas filantrópicas, como es el caso de los médicos higienistas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. “Es el peligro de ciertos usos del bien. El higienismo también formó parte de lo que yo llamo culturas de control, que tienen su propia retórica de la bondad” y su léxico benefactor, con palabras como “rehabilitar” o “sanear” junto a las apelaciones al bien particular y colectivo de los directamente afectados por las intervenciones urbanísticas. Por no hablar de otras proclamas de tintes morales, como las que piden “extirpar el mal” enquistado en los barrios más pobres, “a cuya población se descalifica deshumanizándola, convirtiéndola en seres maléficos”.

 

Fernández también habla en su libro, citando a Slavoj Zizek y a Pierre Bordieu, de “violencia simbólica”: la imposición con visos paternalistas, relacionada igualmente con los ideales del bienestar público y la promoción social de las clases populares. Parecido al mal trato que un padre daría a un hijo tonto o malo, y que es asumido por el vástago como merecido, “tomando como reales las condiciones por las cuales es maltratado. El mismo caso que cuando se bromeaba con aquel chiste machista: ¿Tú marido te pega mucho? No, solo lo necesario. Eso es la violencia simbólica. En el caso concreto del Raval se proclama que el habitante del barrio no reúne las virtudes del ciudadano barcelonés; un mensaje que los vecinos de toda la vida no asumen, aunque sí lo comparten los nuevos colonos” que han ido a vivir a los edificios construidos sobre los escombros de las viviendas derribadas. “Ellos sí defienden la intervención agresiva en el barrio, aunque suponga la desaparición del todo el patrimonio histórico del mismo.” Es el proceso de gentrificación habido en tantas otras ciudades, aunque Fernández prefiera llamarlo “nuevo colonialismo urbano” por su semejanza con la actitud soberbia, a la par displicente y caritativa, con que el colonizador trata al nativo.

 

El indócil Raval del siglo XXI

 

En el actual Raval hay dos mundos culturales superpuestos: la pluriculturalidad espontánea provocada por la llegada de inmigrantes de distintos lugares del planeta, principalmente africanos y asiáticos, y la cultura oficial promovida a golpe de talonario público, en el caso de infraestructuras como el Museu d’Art Contemporani y la nueva Filmoteca de Catalunya, o por iniciativa privada, con la creación de locales nocturnos, galerías de arte y otros lugares de paso que dudosamente arraigan en el tejido social del barrio. “En el Raval siempre se han dado expresiones de organización espontánea de la población, con la influencia destacada, por supuesto, del movimiento obrero. Por otra parte, la diversidad de procedencias de sus habitantes actuales hace que el barrio siga siendo un espacio de difícil gobernabilidad para las autoridades.”

 

Fernández añade: “Se pretende que la gente parezca de orden y no dé muestras de su pobreza. Desde el siglo XVI hasta la actualidad, las técnicas de propaganda y sus prácticas no han cambiado mucho, aunque sí las retóricas: si antes se hablaba de recogimiento y misericordia, ahora se habla del civismo y la lucha contra la pobreza, cuando en realidad lo que se practica es una lucha contra los pobres. Porque el Raval es una de las expresiones más descarnadas de la desigualdad en la ciudad de Barcelona” y eso choca contra la imagen de escaparate diseñada por el poder para su explotación a efectos comerciales.

 

En suma, “molesta la indocilidad de la gente”, según nuestro interlocutor. Indocilidad que se manifiesta a nivel individual, con “microresistencias” como la protagonizada por la prostituta que se enfrenta al hostigamiento de los agentes de la Guàrdia Urbana, y también a nivel colectivo, a través de las distintas organizaciones sociales surgidas en el barrio. Además de la respuesta de indignación pública ante determinadas actuaciones de los cuerpos policiales, que son tildadas por los vecinos de desproporcionadas, racistas y homófobas. Por ejemplo: “Muchos niños del Raval, solo por tener el pelo más rizado o la nariz más chata del prototipo ibérico, son atosigados sistemáticamente por la policía.” Estas prácticas “ni amedrentan a los vecinos ni hacen que asuman la violencia simbólica predicada desde el poder, sino que generan indocilidad”.

 

Los inmigrantes también participan de este movimiento social, aunque “el Ayuntamiento intenta capitalizar su asociacionismo con organizaciones de tipo folclórico y actos festivos”. Pero existen entidades desligadas de lo oficial a nivel social, laboral y político, “como la Asociación de Trabajadores Paquistaníes, el centro social Camí de la Pau, la Casa de la Solidaritat”, etc. “Lo interesante es que esas entidades de inmigrantes no se han convertido en algo similar a las casas regionales.” Además, Fernández remarca que el Raval es un lugar “de convivencia ejemplar” entre personas de distintas etnias y culturas, por mucho que allá donde haya aglomeración de gentes por fuerza tienen que existir conflictos. “Es uno de los lugares del Estado donde puedes ver más parejas mixtas”, apunta nuestro interlocutor para subrayar la afirmación anterior.

 

Sin embargo, “los conflictos se han agravado con la llegada al barrio de esos colonos de clase media que desprecian a los demás habitantes”, y lo ilustra Fernández con un ejemplo conocido personalmente, el de un nuevo residente que se negaba a saludar a su vecina prostituta cuando se la encontraba todas las mañanas a la puerta del colegio donde estudiaban los hijos de ambos. “Con respecto a las personas que cuelgan carteles en sus balcones con la leyenda Queremos un barrio digno, el antropólogo Manuel Delgado dice que el barrio era digno hasta que llegaron ellos. Esas personas mantienen la leyenda negra del Raval.” Y cómo no, otro problema representan algunos extranjeros… Sobre todo, muchos de los alojados en los pisos turísticos, viviendas a menudo de explotación ilegal, molestas por igual para todos los residentes con independencia de su origen y clase social porque “son infernales a nivel de convivencia”.

 

Robador, la última aldea gala

 

Las palabras de nuestro interlocutor adquieren tonos elegíacos cuando le pido que describa el ambiente de la calle de Robador, último vestigio (o casi) del antiguo Xino. Señala que basta con pasearse por ese enclave urbano una tarde de primavera o verano para comprobar que “es una de las calles más vitales de la ciudad. Lo que fue la Rambla de hace décadas, antes de que su usurpación por el negocio del turismo. Un torrente de humanidad” procedente de todo lugar; con grupos de gente conversando o bebiendo una cerveza sentados en el suelo, puesto que no hay terrazas; con un comercio de objetos básicos de extraña procedencia (“un secador, jabón…”) y, por supuesto la prostitución y el pequeño menudeo… “Un río de gente, que es lo que molesta a muchos de los nuevos vecinos y a los intereses del capital. En las ciudades actuales se pretende que el movimiento de las personas sea previsible: de casa al trabajo, del trabajo a casa, de casa al centro comercial y entre medias nada. Tienes que dirigirte diligentemente hacia los sitios que te correspondan, según sea el momento, para producir o consumir. Pero allí la gente está sin hacer nada, tan solo dando vueltas para contemplar el ambiente o pasando la tarde sin más, una actividad que hoy está mal vista. Esa heterogeneidad de tantas personas viviendo y disfrutando de la calle en el centro de Barcelona me resulta emocionante.”

 

Y aún hay más: “Un ejército de personas sin hacer nada es un atentado contra el consumo compulsivo; incluso pueden contaminarte, para que te apuntes a ello”, advierte Fernández. Para las autoridades son “gente rara, que no se apunta al patrón del ciudadano medio”, pero no es menos cierto que “el Raval es un sitio donde aún todo el mundo es bienvenido, donde no se discrimina por las pintas ni las actitudes. Allí todos tienen su sitio, nadie te pregunta de dónde eres.”

 

Parece de Perogrullo que el bullicio es de por sí inocuo, al menos cuando tiene lugar a ciertas horas –los vecinos de las Ramblas y otros barrios de la ciudad se han quejado en más de una ocasión de los abusos sonoros que los munícipes sí consienten, mira por dónde, a los mimados turistas– y mientras no se practican actos violentos contra las personas, sus hogares o medios de vida. Otra cosa es la afinidad que cada cual pueda tenerle, por lo que hay que saber donde cabe buscarse casa. Muchos de los nuevos vecinos, empero, no soportan esta realidad.

 

“George Simmel decía que la ciudad es el lugar donde se intensifica la vida nerviosa”; la aglomeración y el tránsito continuo y nutrido de gente desconocida “genera desasosiego” en muchas personas y la gente que sí responde al patrón del ciudadano medio –como los nuevos colonos de los que habla Fernández o los clientes de los hoteles de lujo surgidos de la diáspora forzada de los vecinos desalojados– “ve sombras y amenazas en ese torrente humano”.

 

Los efectos del shock

 

Muchos de los inmuebles derribados del Raval albergaban infraviviendas –por lo general saturadas– con difícil solución arquitectónica. De cualquier modo, la política urbanística seguida en el barrio por el Ayuntamiento tenía alternativas al brutal esponjamiento urbano mediante la demolición de edificios y el traslado de vecinos a otros puntos de la ciudad (e incluso fuera de ella). “Hubo proyectos alternativos a los planes de choque oficiales. La CNT ya tuvo propuestas al respecto en la década de 1930, un tema pendiente de estudiar (la documentación se encuentra en el archivo de la Guerra Civil de Salamanca). De la Escuela de Arquitectura de Barcelona también han surgido propuestas para solucionar el hacinamiento y los problemas estructurales del barrio; uno de ellos proponía medidas mucho más racionales, como la reducción de la altura de los edificios y el vaciado de los interiores de las manzanas.”

 

“La intervención –asegura Fernández– ha destruido partes fundamentales de la memoria histórica del barrio: las casas-fábrica, los ateneos obreros, antiguos establecimientos fabriles… El edificio –por cierto catalogado, como muchos otros que cayeron– del Gremi de Hortelans, que databa de 1712… ¿Por qué no merecían ser protegidos? Se podían haber hecho muchísimas cosas en lugar de tomar estas medidas drásticas.” Y lo mismo se puede decir del trato que la gente merecía: “Uno de los responsables de PROCIVESA, la empresa encargada de la intervención urbanística, me dijo en cierta ocasión que se había quedado muy sorprendido porque en la illa Sant Ramon [otro de los antiguos núcleos de prostitución destruidos, en esta caso para abrir una nueva avenida, la Rambla del Raval] vivía gente muy normal”; los propios encargados de los planes municipales reconocen que “hoy no hubieran hecho lo mismo”. Pero a la postre se sigue “la política de hechos consumados, como con las bombas del 37”. Una de las caras públicas del barrio, Rosa, la propietaria de Casa Leopoldo [un restaurante ligado a la mejor tradición gastronómica de Barcelona, que aparece reiteradamente en la saga de Carvalho de Vázquez Montalbán], compara el Raval con Bosnia, “porque se han llevado a la gente y no sabemos dónde están”.

 

Ante todo, hasta el peor de los planes tenía la obligación de “no desplazar a los vecinos de siempre, para que pudieran quedarse en el barrio”; pero la dispersión parezca lógica desde el punto de vista del poder, ya que la población ha sido estigmatizada previamente como “gente endemoniada”. De todos modos, una vez consumada la barbarie, por lo menos “podrían haber sido justos con las indemnizaciones. Fue denunciado un fraude de miles de millones de las antiguas pesetas” relativo a las mismas; “es decir, no se ha indemnizado prácticamente a nadie”. Tampoco se ofreció a los afectados condiciones similares a las que tenían antes de perder sus casas de siempre, con lo que muchos antiguos propietarios “están hoy en régimen de alquiler en pisos de protección oficial sujetos a un baremo de ingresos, de modo que si mejoran sus condiciones salariales pueden perder ese beneficio”.

No debe olvidarse que también hubo violencia extraoficial. Vecinos que se negaban a abandonar sus casas sufrieron acosos y palizas. Itziar González, concejal de Urbanismo de Ciutat Vella, dimitió del cargo tras ser asaltada su propia casa, una vez que hubo denunciado la proliferación de apartamentos turísticos ilegales y la corrupción administrativa tejida en torno a esa oferta turística (al allanamiento siguieron amenazas de muerte). Como siempre, los hilos del poder son movidos por intereses económicos tan fuertes como despiadados.

 

Reseña publicada en revista Rambl@ y Público, 9/03/2015

 

 

11/03/2015 09:12:01
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