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Siempre ha estado con nosotros. Hemos sentido una y otra vez su presencia, en ocasiones amenazante pero siempre fascinante. La máscara y el enmascarado han sido y son símbolos definitivos de nuestro tiempo, ya sea para anunciar algo funesto como para subvertir el orden o comunicarnos con los espíritus. Rebeldes, chamanes y terroristas, entre otros, han ocultado su rostro, usado el disfraz o defendido el anonimato por distintos motivos, desde los tenebrosos Vigilantes, las antiguas sociedades secretas y los primeros klansmen, ocultos bajo impresionantes máscaras de animales, luciendo cuernos y armados con cuchillos, hasta el escurridizo Fantômas —el primer gran archivillano— y la belleza perturbadora de Irma Vep y Les Vampires, la sonrisa siniestra del Guy Fawkes de Alan Moore y David Lloyd en V de Vendetta (el rostro, ahora ubicuo gracias a Anonymous, que aseguraba que no puede matarse una idea) y el pasamontañas negro del subcomandante Marcos o el multicolor de Pussy Riot.

Mientras todo esto sucedía los anarquistas eran representados como enmascarados, aunque ninguno lo fuese, y en un famoso cabaret atestado de prófugos, soplones y espías, Dadá abrazaba cada noche lo primitivo y atávico en bailes enmascarados, lo mismo que la Bauhaus y sus ballets experimentales, mientras Rudolf von Laban y Mary Wigman, ambos coreógrafos, bailarines y ocultistas, se unían a los dadaístas y celebraban en una comuna suiza un Festival del Sol donde invocaban a «los de

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